miércoles, 29 de abril de 2009

Un “común” viaje en el metrobús

Hace poco me llegó un correo de una estudiante de la Universidad Central de Ecuador contándome sobre sus viajes ‘típicos’ en el metrobús de Quito. Ella cuenta cómo una señora de la tercera edad tuvo que gritar y golpear para conseguir un puesto. ¿Aún creen que hay caballeros en Quito? Aquí su historia:

Por Verónica Quito:

Son las 20:30 y me dirijo a la parada Marqués de Varela para tomar el metro. El lugar está a reventar pues a esa hora casi todos los estudiantes salimos de clases.

Luego de aproximadamente 10 minutos llegó la primera unidad. Por la primera puerta, una señora subió con su bebé en brazos y el chofer a través del parlante solicitó muy comedidamente que algún “caballero” (de los casi ya extintos) le ceda el asiento.

Los más ‘vivos’ se hicieron los dormidos, otros los de los oídos sordos y otros miraron por la ventana. Pero nunca falta el osado que murmulla entre la gente: “caballeros hay, lo que no hay es asientos”.

En ocasiones, hay quienes piden a uno de los ‘sordos’ que ceda el asiento a la señora y es usual escuchar respuestas como: “y yo ¿por qué? Por algo estoy pagando MÍ pasaje”.



Claro, lastimosamente tampoco pude colaborar en la tarea, pues en esta ocasión iba de pie. Aquel día una chica fue quien se puso de pie…

La misma situación se repite cuando se trata de mujeres embarazadas o personas de la tercera edad.

Una vez ocurrió lo siguiente: en la parada del Seminario Mayor subió una anciana con algunos bultos, mientras se abría paso entre la gente con un palito y gritando ¡déme permiso! ¡Déme permiso!

Con astucia, la mujer llegó hasta uno de los asientos individuales ubicados cerca a la segunda puerta del metro. En éste iba sentado un muchacho de colegio, quien tuvo que levantarse del lugar por los gritos de la anciana y de los palazos que disimuladamente le dio en las piernas.

La escena me causó gracia y me pregunté: ¿esta es la forma para que la juventud y todos recuperemos el comedimiento?

sábado, 25 de abril de 2009

Los tacos no se llevan con los caballeros

Todas las noches y antes de acostarme preparo la ropa que usaré al día siguiente. Y cuando llega la hora de escoger los zapatos me detengo y pienso: “podré viajar sentada mañana”.

Si la respuesta es no, modifico toda la mudada para combinarla con zapatos bajos, por general deportivos o elijo las botas de gamuza sin taco. Pero hay días en que la vanidad puede más y me arriesgo a utilizar unos con taco alto.

¿Sabe usted cuánto sufre una mujer que camina largas distancias con tacos aguja y encima va parada en el bus? Pues mucho. Y a muchas a veces no nos importa.

En mi caso, después de salir de mi casa, mi caminata en tacos altos dura 10 minutos. Las calles de adoquín y las veredas empinadas son una trampa permanente. De hecho, pienso que esta ciudad no es apta para las transeúntes con tacos. Éstos se meten en los huecos de las calles, se ensucian cuando se atraviesa el césped y es difícil correr con ellos.


Y eso solo hasta llegar al bus. Una vez que subes a uno te encuentras con la mala noticia de que no hay asientos. Y si hay algo que desea una mujer en ese momento con todas sus fuerzas no es un mejor sueldo, ni un viaje por Europa, ni un novio. Es solo un asiento.

Entonces comienza la cacería: todas sin importar los zapatos que estemos usando vigilamos a los sentados. Un sonido de monedas, alguien que se pone el bolso al hombro o ve por la ventana como adivinando su parada, son las señales más claras de que esa persona pronto se bajará del bus.

La afortunada será quien más cerca está al asiento. O la que cruza el brazo de tal manera que cierra el paso a todo pasajero menos al que se va a bajar, con el fin de asegurarse el preciado tesoro.

Sin embargo, la mayoría de veces los que se bajan son los parados. Y cuando vuelves a dar un vistazo, los asientos siguen ocupados… ocupados por hombres.

Desde que tengo uso de razón, recuerdo esta regla: los caballeros deben ceder el asiento a las damas. Quizá por ello me indigno cada vez que subo a un bus y veo hombres, la mayoría jóvenes, sentados y absortos en la música de su iPod.

En el trole siempre cuento cuántos hombres y cuántas mujeres van sentados. Hoy, por ejemplo, de los 12 lugares que están cerca de la segunda puerta, 8 están ocupados por hombres.

Por suerte, en este tipo de transporte los asientos son más fáciles de conseguir. Mi estrategia es siempre ubicarme cerca de los asientos de la segunda puerta. No se por qué pero son los que más pronto se desocupan.


Cómoda y con los pies aliviados por un momento, empiezo a maquillarme. Pero puede suceder que una mujer embarazada o con niños en brazos se sube al trole. El chofer suele pedir por el parlante: “un caballero por favor que ceda el asiento a la señora con el niño”. Alguien con mala gana se levanta y la mujer puede sentarse.

Sin ese llamado de atención, ¿alguien sería capaz de dejar su asiento? Pero cuando la indiferencia de los hombres es irritante, me levanto y cedo –con los pies medio adoloridos- mi asiento.

En realidad lo hago porque cuando esté en esa situación no me gustaría viajar parada. Mi madre siempre recuerda que en una ocasión tuvo que viajar embaraza de seis meses, con mi hermano de 2 años y parada en un bus repleto de gente indiferente. ¡Qué indignante!


¿Existen los caballeros? O ¿solo es un mito urbano que un grupo de damas se inventó en alguna época? Y si los hay, ¿en qué medio de transporte viajan? Por lo menos en Quito, no es usual encontrase con uno.

¡Un momento! Una vez conocí a uno. Fue cuando de regreso a mi casa me subí a un bus con un terrible malestar estomacal. A penas entré al vehículo, empalidecí y tuve nauseas. Sin darme cuenta me paré junto a un chico que al verme descompuesta me cedió el asiento. Le estoy muy agradecida.

domingo, 19 de abril de 2009

¡A empujar el trole!

Era un jueves de abril que se presentaba como normal: me bañé, desayuné, me despedí de mis padres y de mi perro, caminé hasta la parada, subí al bus, viajé parada y me bajé en la Estación Norte del trole.

Iba con el tiempo justo para llegar al trabajo. Cuando se es pasajero, cada acción está cronometrada de tal forma que un solo imprevisto hecha a bajo el plan del viajero.

Aquel día no podía haber ninguno. Tenía que llegar a las 09:00 al diario, ponerme al tanto de las noticias de ese momento y luego reunión a las 09:30. Todo eso en el sur.

Corrían las 08:15 y seguía en el norte. Al llegar a la Estación, me encontré con filas interminables de decenas o quizá cientos de personas que buscaban abordar la primera la unidad que llegara. Pero no había ninguna.





Mi plan de viaje empezaba a derrumbarse. A esa hora, cuando media ciudad intenta ir a sus trabajos, las filas suelen ser largas pero no interminables. Aquello era un hecho inusual que comenzaba a molestar al gentío. “¿Qué pasa pues?”, gritaban algunos ante la escasez de unidades y mientras los parlantes de la Estación permanecían en silencio.

Los ‘vivos’ intentamos evadir la multitud y llegar lo más cercano posible hasta donde se encontraban los primeros de la fila. Después de serpentear entre la gente me di cuenta que no habían “primeros”. Lo que había era un tumulto de gente dispuesta a entrar como sea en el primer trole que se presentara.

El frenesí que se sentía en ese lugar me intimidó, así que me devolví por el mismo camino y esperé -ya resignada al atraso- a tomar una unidad con más calma.

08:22: ¡trole a la vista! Los empujones y correteos comenzaron, en tanto que dos guardias hacían lo que podían para pedir a cientos que hagan fila. Nadie les hacía caso.

Una avalancha humana se agolpó contra la unidad. En las puertas del trole, diseñadas para el ingreso de hasta 2 personas, se podía ver cómo grupos de 10 personas querían ingresar al mismo tiempo.

En la confusión, una mujer se cayó junto a las llantas del trole que estaba estacionado llenándose de gente. Y mientras uno de los guardias la ayudaba, el timbre que indica que la unidad debe salir de la Estación sonó. “¡Espere! ¡Espere!”, gritaron los pasajeros hasta que la mujer subió al andén y el trole partió.









Siguiente unidad. La escena anterior se repitió pero esta vez nadie se cayó junto a las llantas de este transporte de 17,8 toneladas de peso. Mas bien, fui testigo de uno de los momentos más curiosos que he vivido como pasajera. Y comenzó así:

Cuando llegó otro trole, éste se estacionó mal. Para quien no conoce cómo funcionan las paradas, el trole debe detenerse de manera tan precisa que sus puertas de ingreso calcen de forma exacta con las puertas de abordaje. Pero este trole no lo hizo así: cuando abrió sus tres puertas, la última se atascó con el filo de cemento del andén.

Ya lleno, intentó cerrarlas. Por supuesto la última puerta falló y mientras no estén complemente cerradas la unidad no se mueve. Así que los dos guardias se subieron a las barandas de seguridad, que impiden que la gente se caiga hacia la calle por donde circula el trole, y empezaron a empujar a ese gigante de hierro.

¡Querían mover 17,8 toneladas con decenas de pasajeros en el interior! Al ver sus rostros desencajados, varios hombres se subieron también a las barandas y ayudaron en la tarea.

Entre todos lograron mecerlo y un pasajero se bajó del andén para desatascar la puerta. El improvisado equipo consiguió su objetivo y con la puerta totalmente cerrada el trole siguió su camino…









Después de 20 minutos, abordé uno. También lo hice a empujones y atropelladamente. Hace mucho que no me habían sacado el aire para ingresar a un trole. El tumulto me llevó en el aire hasta el interior de la unidad. Adentro me botaron contra una señora que estaba sentada y con las respectivas disculpas pasé a buscar un lugar más holgado para ir parada.

Más tarde, pregunté al chofer por qué hubo pocas unidades a esa hora de alta concurrencia. Me contó que un trole se había dañado después de la parada Santo Domingo. Esto impidió por 10 minutos que los troles que iban desde el sur hasta el norte llegaran a su destino. La causa del daño: una puerta mal cerrada.

Ese día llegué tardísimo.