miércoles, 25 de marzo de 2009

El niño sin ojo

Un ciego, un minusválido, un sordomudo. Quién no ha visto a una persona con discapacidad en los buses tratando de llamar la atención para conseguir unos centavos en cada viaje.

Su presencia es parte de la selva llamada transporte público. Sin embargo, cada uno es único así repitan el mismo discurso (reciban este caramelo sin ningún compromiso…), la misma estrategia (chantaje moral) y hasta las mismas tragedias (enfermedades terminales, accidentes de tránsito, hijos enfermos).

Pero de las decenas que he conocido este es uno de los casos más impactantes:

Me encontraba en el trolebús camino al trabajo. Entre empujones y jalones conseguí uno de los asientos ubicados al lado derecho.

Era alrededor de las 15:00 y a esa hora el sol pegaba en el rostro de los pasajeros que íbamos en ese lado de la unidad -todo es soportable mientras vayas sentado-.

Salimos de la Estación Norte rumbo al sur. El viaje transcurría con normalidad hasta que un niño se subió en la parada Cumandá, a la altura del Terminal Terrestre de Quito.

Nadie lo notó hasta que estalló en llanto. En ese momento todos los que estábamos cerca nos volvimos para ver la escena de un niño sin su ojo izquierdo. Una lacra que reemplazaba a su ojo contaba por sí sola la tragedia por la que había pasado. No tenía más de 13 años.




El niño no paraba de llorar y al mismo tiempo caminaba por el pasillo con su mano extendida. Los que estaban parados se apegaban a los asientos para no ser rozados por el desdichado. Otros mirábamos por la ventana y hacíamos un gran esfuerzo para huir de esa desgarradora realidad.

Lloraba como si hace solo unos minutos le habían quitado la mitad de su visión. Estupefactos, la mayoría le dio unos centavos. Recorrió todos los vagones del trole y se bajó una parada antes del final del recorrido.

Fue en ese momento cuando lo pude ver mejor. Era un niño flaco, que cojeaba con naturalidad pues al parecer convivía con esa lesión desde hace mucho tiempo. Tenía el cabello de color negro y cerdoso, llevaba unos jeans desteñidos y un saco azul marino.

A la salida de la parada se encontró con otros niños que llevaban bolsas de caramelos y cajones de lustrabotas…

En aquella época, trabajaba en el diario en horario nocturno. Así que todos los días tomaba el trolebús a las 15:00. Y durante unos tres meses, un par de veces a la semana, el niño se subía a la misma unidad en la que yo me encontraba.

Uno de esos días, logré conseguir un asiento junto al pasillo. El niño se subió y empezó a llorar, mientras yo hacía el esfuerzo de abstraerme de su tragedia de nuevo.

Cuando llegó a mi asiento, el niño tocó mi hombro para obligarme a ver su desgracia y a darle una moneda. Lloraba con la boca abierta y de su único ojo no salía ni una sola lágrima.

El menor había creado una especie de estrategia para la mendicidad que no necesitaba de discursos, golosinas o canciones. ‘¡Solo mírenme!’, tal vez se decía cada vez que se subía a un trasporte.

Nunca le di una moneda.

sábado, 7 de marzo de 2009

Historial de una eterna pasajera de bus

Soy una ‘fiel seguidora’ de los buses públicos de Quito. Fiel porque a la mayoría nos toca utilizarlos y seguidora por si que hay que correr para subirse a uno.

Mi ‘look’ trata de ser también al estilo ‘bus tipo’: prefiero usar zapatos bajos para aguantar largos viajes y pisotones, y evito la ropa blanca por si acaso alguien sea propenso a los mareos. Así por lo menos disimulo las manchas.

Todos los días atravieso la ciudad de norte a sur. Vivo en Carapungo, un barrio del extremo noroccidental de la capital, y trabajo en San Bartolo, a media hora de Machachi, la salida sur de Quito.

Viajo en promedio de 3 a 4 horas de lunes de viernes. Eso es como hacer un viaje de Quito hasta Tulcán o dos viajes (ida y vuelta) desde Carapungo hasta Ibarra. Viajo casi 24 kilómetros por día, cuando la ciudad a lo largo mide aproximadamente 35 kilómetros.

Mi recorrido diario


He probado de todo. Translatinos, Calderones, Tesur, Transplaneta, Quiteño Libre, Catar, Vencedores (esas son cooperativas de bus) hasta Trole, Ecovía y Metrobus (sistemas de servicio masivo de transporte).

Bueno, mi historia en los buses comenzó así:

A los 5 años (mi experiencia inicia desde mucho antes de mi nacimiento, pero a esa edad llegué a vivir a Carapungo en 1988 y desde entonces datan mis recuerdos más claros sobre el transporte) empecé en los buses de ‘grandes trompas’. Eran aquellos cuyo motor estaba en la parte frontal de la carrocería.

Botaban humo a bocanadas y las personas debían hacer 3 filas en los pasillos del bus junto con la carga que llevaban hacia el centro de la ciudad.

Un bus 'trompudo'

A pesar de que salían con gente hasta en el último centímetro de su última grada, no faltaba el “siga para atrás”. Esa fue y es la frase de los choferes que desde entonces no he dejado de escuchar.

De aquella época recuerdo con claridad mis frecuentes mareos. No hay peor vergüenza que vomitar en público. Una vez una niña mayor a mí quizá por un par de años iba sentada a mi lado. Iba muy tranquila junto al pasillo del bus. Mientras yo, tras dos horas de viaje, empecé a sentir ese sabor salado en la boca que anuncia una desgracia. La ventana estaba herméticamente cerrada. Para entonces ya no podía pedir ayuda, pues ya sentía esos líquidos ácidos que quería estallar en mi garganta. Y ¡splash!

Si hay algo peor que vomitar son los segundos después al vómito. No sabes cómo reaccionará la gente que está a tu alrededor. Y de la niña solo esperaba que me siga con el coro de vómitos. Por suerte, con una gran naturalidad y sin el menor asco me dio papel higiénico. Me dijo que estaba acostumbrada a esos casos…

A los 11 años, tuve que enfrentar otro miedo: viajar sola. Eran mis primeros días en el colegio y el viaje me llevaba unos 15 minutos. Pero el temor a pasarme de parada me hacía sudar la nariz.

Así que hice una guía mental: memoricé rótulos, negocios, edificios, colores, árboles. De esta forma aprendí que las paradas que cuentan son las informales, aquellas que con el tiempo se vuelven sitios referenciales de desembarque y son ajenas a cualquier norma municipal. Mis primeras paradas fueron ‘la del Supermaxi’ a la ida y ‘la del arbolito’ al regreso.

Para la universidad ya era una experta. Mejoré mi técnica para bajarme al ‘vuelo’ del bus. Bajarse al ‘vuelo’ significa saber volar por unas milésimas de segundo desde la última grada de la puerta del bus hasta la acera. Y cuando uno toca el suelo es indispensable saber aterrizar: rebote y correteo por unos segundos hasta bajar la adrenalina del vuelo.

Para entonces también se me había quitado los mareos. Con tanto viaje el estómago llega acostumbrarse. Sabía muy bien dónde quedaban mis paradas y si me pasaba conocía cómo regresar sin problema.

El transporte también había mejorado. Tenía más posibilidades de ir sentada gracias al bus ejecutivo.

En esos buses estaba prohibido llevar pasajeros parados. Pero todo chofer llevaba siempre unos cuantos y si en el trayecto divisaba algún policía pedía a los parados que se agachen y escondan lo mejor que puedan. ¡Por suerte odio las faldas! La necesidad de llegar a un lugar era más fuerte que esa incomodidad.

Con el tiempo, las cooperativas de buses se dieron cuenta que así no funcionaba bien el negocio. La modalidad del bus ejecutivo cambió al bus tipo, la versión moderna de los buses ‘trompudos’ de mi infancia.

El bus tipo visto desde adentro

Ahora mis viajes son mixtos. Utilizo el bus tipo hasta llegar a la Estación Norte del Trole y allí tomo una unidad hasta la Estación Sur. Mi ventaja con este medio fue llegar al sur en apenas 40 minutos.

Estación Norte del Trole

Pero viajar en Trole también me ha permitido conocer mejor mi ciudad y su gente. Estoy convencida que el transporte es la columna vertebral de un lugar. Condiciona su forma y calidad de vida, y va más allá de un simple medio de transporte, pues también es un medio de supervivencia, de trabajo, de comunicación… Si alguien quiere conocer bien la cultura, las necesidades y la forma de pensar de una sociedad debería viajar en bus.