Su presencia es parte de la selva llamada transporte público. Sin embargo, cada uno es único así repitan el mismo discurso (reciban este caramelo sin ningún compromiso…), la misma estrategia (chantaje moral) y hasta las mismas tragedias (enfermedades terminales, accidentes de tránsito, hijos enfermos).
Pero de las decenas que he conocido este es uno de los casos más impactantes:
Me encontraba en el trolebús camino al trabajo. Entre empujones y jalones conseguí uno de los asientos ubicados al lado derecho.
Era alrededor de las 15:00 y a esa hora el sol pegaba en el rostro de los pasajeros que íbamos en ese lado de la unidad -todo es soportable mientras vayas sentado-.
Salimos de la Estación Norte rumbo al sur. El viaje transcurría con normalidad hasta que un niño se subió en la parada Cumandá, a la altura del Terminal Terrestre de Quito.
Nadie lo notó hasta que estalló en llanto. En ese momento todos los que estábamos cerca nos volvimos para ver la escena de un niño sin su ojo izquierdo. Una lacra que reemplazaba a su ojo contaba por sí sola la tragedia por la que había pasado. No tenía más de 13 años.

El niño no paraba de llorar y al mismo tiempo caminaba por el pasillo con su mano extendida. Los que estaban parados se apegaban a los asientos para no ser rozados por el desdichado. Otros mirábamos por la ventana y hacíamos un gran esfuerzo para huir de esa desgarradora realidad.
Lloraba como si hace solo unos minutos le habían quitado la mitad de su visión. Estupefactos, la mayoría le dio unos centavos. Recorrió todos los vagones del trole y se bajó una parada antes del final del recorrido.
Fue en ese momento cuando lo pude ver mejor. Era un niño flaco, que cojeaba con naturalidad pues al parecer convivía con esa lesión desde hace mucho tiempo. Tenía el cabello de color negro y cerdoso, llevaba unos jeans desteñidos y un saco azul marino.
A la salida de la parada se encontró con otros niños que llevaban bolsas de caramelos y cajones de lustrabotas…
En aquella época, trabajaba en el diario en horario nocturno. Así que todos los días tomaba el trolebús a las 15:00. Y durante unos tres meses, un par de veces a la semana, el niño se subía a la misma unidad en la que yo me encontraba.
Uno de esos días, logré conseguir un asiento junto al pasillo. El niño se subió y empezó a llorar, mientras yo hacía el esfuerzo de abstraerme de su tragedia de nuevo.
Cuando llegó a mi asiento, el niño tocó mi hombro para obligarme a ver su desgracia y a darle una moneda. Lloraba con la boca abierta y de su único ojo no salía ni una sola lágrima.
El menor había creado una especie de estrategia para la mendicidad que no necesitaba de discursos, golosinas o canciones. ‘¡Solo mírenme!’, tal vez se decía cada vez que se subía a un trasporte.
Nunca le di una moneda.